Me
aventuro a escribir sobre tema inusual para mí: el Mundo Antiguo. Aunque éste siempre me ha fascinado, aunque tuve excelentes
profesores y profesoras en la Universidad de Zaragoza, siempre me ha frenado
sumergirme de lleno en esa Antigüedad que parecía tan alejada de la caída del
Antiguo Régimen y la construcción del Estado Liberal que he investigado. Sin embargo,
cuestiones didácticas y docentes me han hecho volver sobre los pasos de las caligae romanas, a recorrer esas vías empedradas
y a asomarme a la grandeza y miseria de la Roma Clásica. Para ello, además de
recuperar lecturas de la carrera y desempolvar los apuntes, he tenido la suerte
de leer a la historiadora Mary Beard
(además de ver sus series documentales). Y, antes de nada, lo confieso, me
declaro fan suyo. Tiene maestría para la alta divulgación. El texto que escribo
a continuación parte de su obra.
Roma era
una pequeña ciudad de la Península Itálica que, en el siglo V a. C., tras haber
acabado con la monarquía y haber “resuelto” sus conflictos socio-políticos
internos, no destacaba de sus vecinos. Era igual de belicosa, es decir, hacia
las mismas razzias para robar ganados
con pequeños ejércitos privados cada año; su incipiente zona común entre
colinas, apenas se empezaba a parecer a un foro; y seguía viviendo atenazada
tras sus murallas, por miedo a ser invadida por hordas de galos.
Sin
embargo, en a partir del siglo IV y III a. C. algo cambió. Roma empezó su
expansión, primero por la Península Itálica, después, con su enfrentamiento
contra Cartago, por el Mediterráneo. ¿Cómo
logró una pequeña ciudad convertirse en una potencia imperial? Para
empezar, reinó la improvisación, pues las elites romanas no tenían un plan para
conquistar el mundo, mundo del que por entonces no tenían ni un mapa. Lo que
diferenció a aquella ciudad asentada sobre unas colinas al lado del Tíber, no
fue su ardor guerrero, sino lo que hizo con las victorias. Tras la batalla,
esclavizaba a una parte de los vencidos, los cuales sostenían su sistema
productivo, vamos, lo típico por entonces; pero con el resto de vencidos no
establecía sobre ellos un dominio directo, sino que les imponía tributo económico
y en forma de soldados para sus ejércitos. Entre los vencidos que “colaboraban”
y los aliados que hacían los romanos, pronto consiguió un mayor número de
efectivos para sus ejércitos, mayores recursos, y con estos podía conquistar
más, y así conseguir más botín, más esclavos y más hombres. Este botín se
repartía. Y además, a los aliados, ya fuera por la fuerza, o por interés, se
les otorgaban derechos, primero fue el estatus de latinos, después el de ciudadanía
romana. Y así, en una rueda que hizo avanzar la expansión. Conquista, recursos,
ciudadanía… romanización.
La
segunda guerra contra Cartago, llevó a la República Romana a desembarcar en la
Península Ibérica, Hispania. Alianzas, conquista y romanización, en un mix de
improvisación. En el 171 a. C., una legación que decía representar a 4.000 hijos
e hijas de legionarios romanos y mujeres hispanas, se presentó al Senado (así
lo cuenta Tito Livio) solicitando se les reconociera ¿cómo resolvió la cuestión?
Fundando la ciudad de Carteia (actual provincia de Cádiz),
con derecho latino, donde se asentaron esas 4.000 personas. Era la primera vez
que se otorgaba ese estatus fuera de la Península Itálica. Y sentó precedente.
En
los años siguientes, habría más poblaciones que seguirían ese camino, Roma
fundaría pequeñas Romas en forma de colonias
llenas de ciudadanos, otros conseguirían la ciudadanía romana de forma individual (como los jinetes íberos de
la turma salluitana en el 89 a. C.), y también se concedería la ciudadanía
colectiva, siendo el culmen de ello, el edicto de Caracalla del 212 d. C.,
cuando hizo a todos los hombres libres del Imperio, ciudadanos romanos, desde
las fronteras de Siria al Finisterre, desde el Muro de Adriano al Sáhara, desde
el limes de Germania hasta Gades. En esto se sustentó el Imperio Romano.
Nota:
Posiblemente, esta entrada tenga continuación en otras.
Bibliografía:
Mary BEARD: SPQR: Una historia de la antigua
Roma, Crítica, 2016.
Daniel Aquillué
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