Estoy
leyendo en los medios y las redes algunas críticas, supuestamente “históricas”,
a la serie de “La Peste”. Esta producción tiene fallos históricos, en cuanto a
vestuario por ejemplo o referentes a la propia epidemia de peste que queda en
plano secundario, o licencias televisivas, al incluir una trama “policíaca” de
ficción. Sin embargo, las principales críticas han venido de telespectadores
escandalizados porque en la Sevilla del XVI hablasen con acento andaluz o por
parte de personas que ven conspiraciones para perpetuar la Leyenda Negra
española.
Sin
embargo, yo disfruté viendo esa serie como historiador, a pesar de sus fallos.
¿Y por qué? Por multitud de detalles de cultura, mentalidad y vida cotidiana,
con escenas para enmarcar cual óleo de inicios del Barroco. Y eso sin hablar de
las vistas maravillosas que nos ofrece
de esa Sevilla puerto y puerta de Indias.
La
serie creo que refleja muchos detalles de vida cotidiana. Una burguesía
enriquecida con comercio/contrabando que aspira a ennoblecerse e imita a la
nobleza en apariencias; escenas en que un comerciante dicta un testamento que
parece recitado de un archivo de protocolos; la venta de reliquias falsas; una
conversación en que italianos hablan de Sevilla como la ciudad más importante, la
nueva Roma dicen; la diferencia entre clases populares pobres y la opulencia de
la nobleza en sus palacios; los resquicios de actuación de viudas frente a gremios
o las mujeres trabajadoras; la pintora que firma cuadros como su difunto padre;
la mancebía municipal; la especulación del grano vs el bien común que se manifiesta; las diferencias políticas en el
Cabildo; las menciones a un mundo europeo que se expande; el aluvión de población
en Sevilla al convertirse en puerto y puerta de Indias; las calles atestadas
donde se vendía, se transitaba, se trabaja, se hacía vida etc.; la existencia
de talleres textiles y tintoreros y el poder de los gremios; las heterodoxias
religiosas más allá de la Contrarreforma; el auto de fe que se consuma no en el
centro de la ciudad sino extramuros...
Y
así durante los seis capítulos. La serie no va de Leyenda Negra, va de
cotidianeidad de una ciudad del XVI en la que se inserta una ficción
"policiaca". Creo que hay quienes para combatir una Leyenda Negra
(que debe ser combatida, yo mismo la combato, por ejemplo: https://medium.com/punto-y-coma/cada-doce-de-octubre-9589ed58cb44
) se pasan una Leyenda rosa o dorada que no hace ningún favor a la Historia, ni
a la Sociedad pasada y presente. La Historia es compleja, y el oficio de
historiador debe desmontar mitos y leyendas, vengan de donde vengan.
Lo
que he visto en “La Peste” me evocaba continuamente a lo que aprendí de grandes
profesionales de la Historia Medieval y Moderna, en las asignaturas de “Cultura
y Mentalidades” que cursé durante la Licenciatura. Asimismo, no podía evitar
recordar un maravilloso libro del Doctor en Historia Moderna Juan Postigo, del
cual dejo unos fragmentos a continuación -y cuya lectura recomiendo
encarecidamente-. Juan POSTIGO VIDAL: Vidas fragmentadas. Experiencias y tensiones cotidianas en Zaragoza
(siglos XVII y XVIII), Institución Fernando el Católico, Zaragoza, 2015:
“Cada
mañana, con el cacareo de los gallos, cuando las primeras luces del amanecer
ofrecían una visión más o menos nítida de las calles de la ciudad, los elementos
de diversa naturaleza que permanecían esparcidos por los suelos se constituían
como un reflejo fiel y singular del comportamiento humano. Los restos de agua
enjabonada que habían resultado de las coladas diarias, las basuras de todo
tipo yacentes en los portales de las casas, los charcos de los orines arrojados
desde las ventanas durante la noche, los perros y gatos muertos y en proceso de
descomposición que podían encontrarse en las polvorientas esquinas sin
adoquinar, o las heces de los innumerables animales que a lo largo del día
transitaban las calles compartiendo espacio con los viandantes, eran algunas de
las desagradables muestras que las sociedades modernas estaban acostumbradas a
ofrecer aún a sabiendas de su palpable insalubridad. El 4 de marzo de 1603 el
Consejo de Zaragoza hacía oficial en este sentido el nuevo cargo de “veedor de
calles y muros de la ciudad”; el puesto recaía en Jaime Dueñas, quien a partir
de entonces debería poner especial interés en los aspectos referidos al urbanismo
y la sanidad pública. Dadas las evidentes deficiencias higiénicas existentes,
el nuevo veedor ordenaba a los vecinos que todos los sábados por la tarde o los
domingos por la mañana se encargasen de limpiar los espacios inmediatos a sus
portales. Una pretensión vana (…) de una población que por el momento no estaba
plenamente concienciada con el tema por no considerar la higiene pública como
una necesidad apremiante.
Con toda
seguridad entonces, y a pesar de los esfuerzo de Jaime de Dueñas, infinidad de
espacios de la ciudad seguirían presentando irregularidades en el firme
causando constantes tropezones de personas y cabalgaduras -con los conflictos
que de ello podían surgir-, montones de tierra, madera y tejas se apilarían en
un buen número de callejones y vías principales en las que se estuviesen realizando
obras, muchos fusteros, torneros y zurradores incomodarían a los peatones
sacando sus bancos al exterior, las basuras de algunos agricultores acabarían
tiradas en los aledaños de las eras del Campo del Toro y San Agustín, y en el
tramo del Ebro comprendido entre la orilla cercana a la Puerta de Sancho y el puente
de Tablas, mucha gente seguiría lavando “paños de colada suzios” o “paños de
pelayres”, ensuciando de tinta el agua que después recogían los aguadores para
sustento de la población. La ciudad fue a lo largo de la Edad Moderna un
espacio dedicado al trabajo que mostraba abiertamente al público, (…). Las
ocupaciones de las personas se realizaban muchas veces a vista de todos, en
lugares públicos y a plena luz del día, aprovechando la claridad y el aire y
generando residuos y señales de diverso tipo que contribuían a alimentar ese
microcosmos acotado. En un espacio urbano que aún a finales del siglo XVIII
presentaba amplias regiones destinadas al trabajo agrícola que incluso llegaban
a penetrar en el interior del recinto amurallado (…)”. (pp. 25-27)
En el entorno
del Mercado, entre lecturas de pregones en voz alta, casas abiertas donde se había
botigas, y vendedores ambulantes “el gentío y su bulla característica, el olor
intenso de los cuerpos, los grandes tablones y los trozos del papel que servían
para enrollar la carne troceada manchados de sangre y grasa”. (p. 30)
“Las
puertas abiertas de las casas dejaban ver desde el exterior los destartalados
patios de los artesanos (…) olores de las pieles curtiéndose o los trozos de
carne expuestos encima de los tablones de la carnicería, los sonidos de los
pregoneros que gritaban a viva voz las últimas novedades o de los ministriles
del Pilar que hacían uso de la música para transmitir un mensaje, o incluso
avisos escritos que quedaban plasmados en multitud de carteles” (p. 39).
“El objeto
es al mismo tiempo la construcción y la satisfacción de una necesidad, que
marca las formas de la conducta de las personas –en función de su género, edad
o estatus social- “. (p. 144).
Frente a
la parquedad material de los campesinos “los artesanos, pues aunque en la
mayoría de las ocasiones no contaban con recursos suficientes como para vivir
en casas de corte señorial, sí que realizaron esfuerzos por invertir en trajes
y complementos que pudiesen equipararles visualmente con los sectores
privilegiados de la urbe. Cuando no podía exhibirse una impresionante colección
de tapices flamencos, un repertorio selecto de muebles taraceados, una
impresionante y variada biblioteca, o un vistoso juego de elementos de plata
para la mesa puesta, se echaba el resto en aquellas cosas más inmediatas que no
precisaban de enormes inversiones de dinero. La forma en que se salía a la
calle, donde la persona resultaba más expuesta a la mirada del mundo, fue
durante mucho tiempo la clave de este proceso de consumo” (p. 146).
Daniel Aquillué
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