El joven Palafox, según Gálvez y Brambila, auténticos reporteros de guerra.
Era
el 31 de diciembre de 1808, la
ciudad de Zaragoza sufría desde hacía
diez días un nuevo asedio de las
tropas napoleónicas. Y esta vez Napoleón había mandado toda la artillería
pesada: dos mariscales, 50.000 soldados veteranos y 150 cañones y obuses. Las orgullosas águilas imperiales habían
sido abatidas humilladas en el verano anterior por labradores, artesanos, mujeres,
clérigos y milicianos, ante endebles tapias e improvisadas barricadas. No podía
repetirse semejante afrenta.
Por
su parte, el último día del año, el Capitán General de Aragón, Palafox, decidió dar un brillante golpe
de mano. No sabían los franceses contra quién se enfrentaban. Además, él iba a
acallar a sus oficiales subalternos y esos rumores populares, puesto que unos
le intimaban a la ofensiva con los 2.000 soldados de caballería que había encerrado
en la ciudad, mientras que los otros empezaban a pensar que tanto militar era
un lastre para la defensa y el general un cobarde. Así, pues ¡al ataque! Que se
creían, él era hijo de una antigua familia noble aragonesa, se había codeado
con los reyes y ahora encarnaba la defensa del antiguo Reino de Aragón y la Nación
Española frente al Corso que subyugaba la Europa entera.
“Viendo
nuestro general que los franceses en tantos días que estaban en las
inmediaciones de la ciudad se iban acercando y maniobrando demasiado según la
construcción de sus obras, determinó saliesen nuestras tropas a medir sus
fuerzas, a cuyo fin mandó esta arriesgada empresa al brigadier D. Fernando Butrón,
el que logró una excelente derrota que dio mucho honor a nuestra tropas y
horror al enemigo. La acción fue con los que estaban hacia el Castillo” narró el
zaragozano Faustino Casamayor, señalando que “Este día fue uno de los más
gloriosos de la campaña, en la que se distinguieron muchísimo todas las tropas
así de infantería como de caballería”.
Las
tropas napoleónicas llevaban diez días excavando trincheras paralelas y en zig-zag,
y montando baterías artillerías. Moncey y Mortier, los dos mariscales franceses,
planificaron cuatro ataques: el del Norte, hacia el Arrabal; el de la Derecha,
hacia el convento de San José; el del Centro, hacia el Reducto del Pilar y
santa Engracia; y, finalmente, el de la Izquierda, hacia La Aljafería. Éste
último era de mera distracción, pues, siguiendo instrucciones del mismísimo
Napoleón Bonaparte, no pretendían asaltar el único punto verdaderamente fortificado
de la ciudad, sino tomarla por el norte y el este. Precisamente, por ese lado,
el ataque francés “de postureo” es por donde Palafox tuvo la ocurrencia de
hacer la única salida durante todo el asedio… Hay que ser gafe.
El Rgto. de Caballería Numancia, el 31/12/1808, según óleo de A. Ferrer Dalmau
Además,
tan distinguida acción, donde combatieron los jinetes del Numancia y Lusitania,
no frenó a los sitiadores en absoluto, y según estos, incluso fue una derrota
para los españoles. Según el ingeniero francés Jean Belmas, a las nueve y media
de la mañana “los españoles se presentaron delante de la paralela del Castillo
y amenazaron por la derecha, mientras que otra columna de unos mil doscientos
hombres de infantería y de trescientos caballos desembocaba a la izquierda a lo
largo del Ebro, y buscaba rodear la paralela. La caballería española cayó sobre
uno de nuestros puestos, donde pasó a sable a algunos hombres; pero la llegada
de refuerzos obligó al enemigo a retirarse. Palafox exageró este éxito en sus
proclamas y distribuyó solemnemente condecoraciones a todos los que habían tomado
parte en esta acción, por otro lado, poco importante y sin otra pérdida por
nuestra parte que una treintena de hombres muertos o heridos”. El Barón
Lejeune, reconoce a los sitiados “atrevimiento e impetuosidad en el ataque” y
que “obraron perseverantes esfuerzos” pero incide en que los españoles hicieron
la salida contra “el falso ataque” y que Palafox “se apresuró a exagerar”.
Por
mucho que Palafox arengase “Ayer sellasteis el último día del año con una
acción digna de vosotros”, y elogiase la “bizarría” de los soldados, la salida
del 31 de diciembre de 1808 fue un fail.
Esto
que quizás se pueda achacar a un poco de ineptitud militar de Palafox o
simplemente a la mala suerte (un día malo lo tiene cualquiera), parece que se
repitió en la vida del pobre José Palafox varias veces. Empecemos por retrotraernos
un poco.
Mi amigo Jon Valera, recreando a José de Palafox, con rigurosidad, en 2015. A ambos se les dan muy bien los discursos: "ARAGONESES: El voto general de los zaragozanos ha puesto en mi mano la firme esperanza que anima vuestro noble corazón..."
José
Palafox (1776-1847) era hijo de los marqueses de Lazán, una familia de la
aristocracia aragonesa. Su hermano mayor, Luis, heredaría el título de nobleza
y los señoríos adscritos. Él fue enviado a la corte de Madrid donde entró en la Guardia de Corps del rey. Allí se
dedicó a ir de fiestas cortesanas, a
jugar a las cartas y a tocar la guitarra, cuestiones que apreciaba Carlos IV.
Sin embargo, entró en contacto con el partido
fernandista que conspiraba contra Godoy. Tras los sucesos de Aranjuez,
acompañó a Fernando VII a Bayona, pero recaló finalmente en Zaragoza, con
intención de sublevar la ciudad. No llegó a ello, dado que temía ser detenido
por las autoridades, y se escondió en La
Alfranca (Pastriz). Allí le fueron a buscar un grupo de labradores el 25 de mayo de 1808. Cuando el Tío Jorge
y acompañantes, líderes de la rebelión popular zaragozana, aparecieron en La
Alfranca, Palafox pensaba que eran enviados del (depuesto) Capitán General
Jorge Juan Guillelmi que iban a arrestarlo por conspirador. Su primer instinto
fue esconderse. Por fortuna para él, este grupo de labradores aramados le llevó
a la ciudad de Zaragoza, poniéndolo al frente de la rebelión y nombrándole nuevo
Capitán General de Aragón. Pocos días después, buscando una legitimación más
convencional de su adquirida autoridad convocó las antiguas Cortes de Aragón el
9 de junio de 1808.
El
7 de junio, una columna napoleónica mandada por Lefebvre se encaminó desde
Pamplona hacia Zaragoza. Un José de Palafox que en su vida había mandado tropas,
se puso al frente de paisanos inexpertos y algunos soldados para hacer frente a
los invasores. Según la mentalidad militar dieciochesca, las guerras se libraban
en campo abierto. Posiblemente fuera lo único de estrategia que supiera nuestro
joven personaje. En esos días de junio, en Tudela, Mallén y Alagón las tropas
aragonesas fueron sucesiva y aplastantemente derrotadas. El 15 de junio de 1808, el ejército
napoleónico atacaba las tapias de Zaragoza. Palafox “desesperando de la
salvación de la ciudad, salió por el arrabal de la orilla izquierda, con el
pretexto de ir a inspeccionar las vanguardias” (Belmas). Baia baia, con el general. Para sorpresa de todo el generalato
europeo, la población Zaragoza resistió y venció aquel día. El 4 de agosto, los sitiadores lanzaron
otro gran ataque contra la ciudad, tras varios días de terrible bombardeo. “Desde
el comienzo de la acción, Palafox, desesperado de conservar Zaragoza, se escapó
de la ciudad con una pequeña escolta. Vadeó el Gállego y esa misma tarde llegó
a Osera” (Belmas). ¡Qué casualidad! Nuevamente en el momento crítico, con los imperiales
llegando al Coso a punta de bayoneta, el valiente general abandona la ciudad a
su suerte. Para su sorpresa, y la de los generales franceses, Zaragoza resiste.
Civiles como Lorenzo Calvo de Rozas, oficiales subalternos como Mariano Renovales,
clérigos como Sas asumen improvisadamente el mando.
Con
estos hechos, es normal que hubiera quienes dudasen del valor y aptitud militar
de tal Capitán General. ¿Qué hace mandándonos alguien que rehúye el combate y
cuando lo presenta pierde? Debía pensar más de uno. Palafox estaba ganando
puntos para la noble tradición de el
arrastre (no fueron pocas las autoridades que en el XIX acabaron con una
soga al cuello arrastradas y linchadas por las calles).
Visto
el precedente del Primer Sitio de Zaragoza, Palafox se dispuso a ahuyentar esos
rumores. De la derrota de Tudela del 23
de noviembre de 1808 se desentendió… abandonando a su ejército al mando del
general Castaños (otro de postín, pues en Bailén venció Teodoro Reding, no él)
que se encontró desorganizado ante el embate del mariscal Lannes. Desastre
total.
Así
pues, en el Segundo Sitio, Palafox
tuvo la brillantísima idea de encerrarse en Zaragoza con todo el Ejército de
Aragón (31.000 soldados), la población de Zaragoza (50.000 habitantes) y los
refugiados de los pueblos ribereños del Ebro. Casi cien mil personas hacinadas,
en pleno invierno, con provisiones escasas, bloqueadas y bombardeadas. Carne de
epidemia, como efectivamente pasó. Se desató el tifus, muriendo a centenares
los defensores. A pesar de que el Barón de Warsage, Sangenís y otros oficiales
españoles intimaron a Palafox a sacar tropas de la ciudad, éste se negó.
Pensaba sería derrotado como había sucedido en Tudela, Mallén o Alagón. Desenlace:
desastre total. La ciudad hubo de capitular por exceso de defensores, pues
acabaron derrotados por la enfermedad y el hambre.
Pero
no acabó aquí la vida de José Palafox. Fue llevado preso a Francia, al castillo
de Vincennes. Allí aprovechó a leer y se convirtió en liberal. Regresó a España
en 1814, con “el deseado” Fernando
VII. Sí, ese rey tan “progre” (nótese la ironía). Cuando el monarca estaba conspirando
para dar su (segundo) golpe de estado, en este caso contra el Estado
Constitucional, al pobre Palafox no se le ocurrió otra cosa que… estando en Daroca,
pedirle al rey que jurase la Constitución de 1812. Obviamente, Fernando, no le
hizo caso, y si no lo encerró o fusiló fue, probablemente, porque Palafox era
un héroe de la guerra y le había ayudado en su primer golpe de estado (motín de
Aranjuez de 1808). El sexenio absolutista (1814-1820), Palafox lo pasó sin pena
ni gloria. Bueno, y el Trienio, y la Década Absolutista.
Pero
en 1834, en plena guerra civil
carlista, y con la Revolución Liberal pisando ya fuerte, a José Palafox lo embarcaron
en una conspiración. En ella estaba su amigo progresista Lorenzo Calvo de Rozas
(Intendente de Aragón durante el Primer Sitio). El objetivo era redactar una
nueva Constitución y obligar a la regente María Cristina (la reina Isabel II
tenía sólo 4 años) a jurarla. La cosa no salió muy bien. Vamos, les pillaron.
Si es que Palafox era gafe… La conspiración, llamada “La Isabelina” acabó con sus implicados procesados. Palafox se libró
finalmente por los pelos.
Y feliz 2018.
En el año entrante se cumplen 210 años de Los Sitios de Zaragoza, 180 del Cinco de Marzo de 1838 etc.
Daniel Aquillué Domínguez
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